Cuando vuelvo de viaje tardo días en deshacer la maleta. Al principio pensaba que lo hacía por pura vagancia, pero ahora que ya he aprendido a decir la verdad, he de reconocer que lo hago por si tengo que escapar. Sólo tendría que agarrar la maleta e irme. Sin mirar atrás. Marcharme como ya hice una vez.
Se que este asunto de dejar la maleta a medio hacer (o deshacer, "depende del cristal con el que mires") está totalmente relacionado con mi imperiosa necesidad de abandonar un lugar cuando me siento nerviosa/amenazada/enfadada/asustada. Ha habido veces que he estado a punto de volverme loca en El Corte Inglés, por ejemplo. Os lo juro. Eso de dar vueltas y no encontrar la salida, no tener cerca la puerta y saber que no puedo marcharme cuando lo desee es para mi angustioso. Pero también me ha pasado en discusiones con amigos, en pifostios familiares y demás saraos sociales. Me consuela pensar que al gran Juan José Millás también le pasa ("El mundo", premio Planeta 2007).
Podréis reíros pero yo, en realidad, lo considero un gran problema. Sobre todo cuando me encuentro en una situación en la que lo mejor es permanecer en el lugar que preferiría borrar inmediatamente de mi vísta. Por ejemplo, cuando discuto con una compañera de trabajo, no puedo irme; o cuando estoy en un examen y los nervios me gritan en silencio "vete, ¿qué más da?".
Todo esto me lleva a recordar la dificultad de compromiso que tengo y a pensar que uno de los problemas es una rama del otro. En realidad, soy un auténtico desastre. Aunque supongo que, a estas alturas, ya os habréis dado cuenta. Pero bueno, llámame egoísta y tírame pan.
martes, 26 de octubre de 2010
viernes, 15 de octubre de 2010
Otoño en Madrid.
Me falta la paciencia y me sobra el mal humor.
Me faltan tus besos y me sobra un edredón.
Echo de menos la hierba, el sol, y un poco de más la ansiedad y el adiós.
Me duele no contar con sus abrazos, pero me sobran las manos.
Me faltan las noches y borraría ciertos días.
Siempre he tenido la impresión de haber nacido más tarde de lo que debiera. Es esa maldita sensación de llegar haber llegado tarde a cada lugar, en cada momento, la que me provoca echar de menos lo que nunca ocurrió, lo que nunca pasará y no aprender a valorar este mediocre presente en el que pretenden hacernos creer que podemos ser felices entre tanta mierda.
Prefiero saltar sobre un montón de hojas secas a visitar un museo, escuchar a Fredie Mercury a ir a un concierto de Bisbal, tocar la guitarra a crear música con un teclado de ordenador. Ni mejor ni peor, prefiero no juzgar, pero es la sensación. La maldita sensación…de echarte tanto en falta y de echarme tanto a perder.
Me faltan tus besos y me sobra un edredón.
Echo de menos la hierba, el sol, y un poco de más la ansiedad y el adiós.
Me duele no contar con sus abrazos, pero me sobran las manos.
Me faltan las noches y borraría ciertos días.
Siempre he tenido la impresión de haber nacido más tarde de lo que debiera. Es esa maldita sensación de llegar haber llegado tarde a cada lugar, en cada momento, la que me provoca echar de menos lo que nunca ocurrió, lo que nunca pasará y no aprender a valorar este mediocre presente en el que pretenden hacernos creer que podemos ser felices entre tanta mierda.
Prefiero saltar sobre un montón de hojas secas a visitar un museo, escuchar a Fredie Mercury a ir a un concierto de Bisbal, tocar la guitarra a crear música con un teclado de ordenador. Ni mejor ni peor, prefiero no juzgar, pero es la sensación. La maldita sensación…de echarte tanto en falta y de echarme tanto a perder.
lunes, 11 de octubre de 2010
Tokio Blues
—Me siento mucho más perdida de lo que puedas imaginarte. Perdida entre tinieblas y hielo... Escucha... ¿Por qué te acostaste conmigo aquel día? ¿Por qué no me dejaste en paz?
Andábamos por un pinar en el más absoluto silencio. En lo alto de una cuesta había esparcidos los restos de unas cigarras muertas a finales del verano, que crujían bajo nuestros pies. Naoko y yo cruzamos el pinar despacio, con la mirada fija ante nosotros, como quien busca algo.
—Lo siento —dijo Naoko tomándome del brazo cariñosamente. Sacudió varias veces la cabeza—. No pretendía herirte. No hagas caso de mis palabras, ¿eh? Lo siento muchísimo. Sólo estaba enfadada conmigo misma.
—Quizás aún no te comprenda —afirmé—. No soy muy inteligente y me cuesta entender las cosas. Pero, con un poco de tiempo, llegaré a entenderte. Y no habrá nadie en el mundo que te comprenda mejor que yo.
Nos detuvimos un momento y aguzamos el oído en el silencio que nos envolvía. Con la punta del zapato hice rodar los restos de las cigarras y unas piñas, contemplé el cielo a través de las ramas de los pinos. Naoko permanecía absorta con las manos en los bolsillos, sin mirar nada en concreto.
—Watanabe, ¿me quieres?
—Claro —respondí.
—¿Puedo pedirte dos favores?
—Incluso tres.
Naoko sacudió la cabeza sonriendo.
—Con dos es suficiente. El primero es que te agradezco que vengas a verme. Estoy muy contenta y me... me ayuda mucho. Quizá no lo parezca, pero es así.
—Volveré a venir —dije—. ¿Y el otro?
—Que te acuerdes de mí. ¿Te acordarás siempre de que existo y de que he estado a tu lado?
—Me acordaré siempre.
Ella prosiguió la marcha sin más, en silencio. La luz del otoño se filtraba a través de las copas de los árboles y danzaba sobre los hombros de su chaqueta. Volvió a oírse el ladrido del perro, ahora más cercano. Naoko subió un ligero promontorio parecido a una colina pequeña, salió del pinar y bajó la suave pendiente a paso ligero. Yo la seguía dos o tres pasos detrás.
—Ven. El pozo puede estar por aquí cerca —le advertí a sus espaldas.
Naoko se detuvo, me sonrió y me tomó del brazo. Recorrimos el resto del camino el uno junto al otro.
—¿No me olvidarás jamás? —me preguntasen un susurro.
—Jamás te olvidaré. No podría hacerlo.
Andábamos por un pinar en el más absoluto silencio. En lo alto de una cuesta había esparcidos los restos de unas cigarras muertas a finales del verano, que crujían bajo nuestros pies. Naoko y yo cruzamos el pinar despacio, con la mirada fija ante nosotros, como quien busca algo.
—Lo siento —dijo Naoko tomándome del brazo cariñosamente. Sacudió varias veces la cabeza—. No pretendía herirte. No hagas caso de mis palabras, ¿eh? Lo siento muchísimo. Sólo estaba enfadada conmigo misma.
—Quizás aún no te comprenda —afirmé—. No soy muy inteligente y me cuesta entender las cosas. Pero, con un poco de tiempo, llegaré a entenderte. Y no habrá nadie en el mundo que te comprenda mejor que yo.
Nos detuvimos un momento y aguzamos el oído en el silencio que nos envolvía. Con la punta del zapato hice rodar los restos de las cigarras y unas piñas, contemplé el cielo a través de las ramas de los pinos. Naoko permanecía absorta con las manos en los bolsillos, sin mirar nada en concreto.
—Watanabe, ¿me quieres?
—Claro —respondí.
—¿Puedo pedirte dos favores?
—Incluso tres.
Naoko sacudió la cabeza sonriendo.
—Con dos es suficiente. El primero es que te agradezco que vengas a verme. Estoy muy contenta y me... me ayuda mucho. Quizá no lo parezca, pero es así.
—Volveré a venir —dije—. ¿Y el otro?
—Que te acuerdes de mí. ¿Te acordarás siempre de que existo y de que he estado a tu lado?
—Me acordaré siempre.
Ella prosiguió la marcha sin más, en silencio. La luz del otoño se filtraba a través de las copas de los árboles y danzaba sobre los hombros de su chaqueta. Volvió a oírse el ladrido del perro, ahora más cercano. Naoko subió un ligero promontorio parecido a una colina pequeña, salió del pinar y bajó la suave pendiente a paso ligero. Yo la seguía dos o tres pasos detrás.
—Ven. El pozo puede estar por aquí cerca —le advertí a sus espaldas.
Naoko se detuvo, me sonrió y me tomó del brazo. Recorrimos el resto del camino el uno junto al otro.
—¿No me olvidarás jamás? —me preguntasen un susurro.
—Jamás te olvidaré. No podría hacerlo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)