Cuando vuelvo de viaje tardo días en deshacer la maleta. Al principio pensaba que lo hacía por pura vagancia, pero ahora que ya he aprendido a decir la verdad, he de reconocer que lo hago por si tengo que escapar. Sólo tendría que agarrar la maleta e irme. Sin mirar atrás. Marcharme como ya hice una vez.
Se que este asunto de dejar la maleta a medio hacer (o deshacer, "depende del cristal con el que mires") está totalmente relacionado con mi imperiosa necesidad de abandonar un lugar cuando me siento nerviosa/amenazada/enfadada/asustada. Ha habido veces que he estado a punto de volverme loca en El Corte Inglés, por ejemplo. Os lo juro. Eso de dar vueltas y no encontrar la salida, no tener cerca la puerta y saber que no puedo marcharme cuando lo desee es para mi angustioso. Pero también me ha pasado en discusiones con amigos, en pifostios familiares y demás saraos sociales. Me consuela pensar que al gran Juan José Millás también le pasa ("El mundo", premio Planeta 2007).
Podréis reíros pero yo, en realidad, lo considero un gran problema. Sobre todo cuando me encuentro en una situación en la que lo mejor es permanecer en el lugar que preferiría borrar inmediatamente de mi vísta. Por ejemplo, cuando discuto con una compañera de trabajo, no puedo irme; o cuando estoy en un examen y los nervios me gritan en silencio "vete, ¿qué más da?".
Todo esto me lleva a recordar la dificultad de compromiso que tengo y a pensar que uno de los problemas es una rama del otro. En realidad, soy un auténtico desastre. Aunque supongo que, a estas alturas, ya os habréis dado cuenta. Pero bueno, llámame egoísta y tírame pan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario