No creo que te interese mucho lo que escribo pero, si te digo la verdad, a mi me importa un comino lo que lees y, mucho menos, lo que puedas llegar a pensar cuando lees las entradas en las que hablo de ti.
Borderías a parte, ahora que las noches son agujeros negros en los que el sueño no llega, me dedico a pensar. A veces ni pienso, y tan sólo miro las estrellas que alguien pegó en mi techo, o imagino lo divertido que podría ser dibujar en las paredes y escribir frases que expresaran algo más bonito que lo que nunca dice el silencioso gotelé. Otras veces, cojo el teléfono y lo miro un rato, como si, por mirarlo, fuera a sonar y alguien fuera a compartir su insomnio conmigo. Pero no suena. Dejo el teléfono al lado de la lámpara que Iván me regaló, me doy la vuelta, cierro los ojos y presiento que la almohada nunca adoptará la forma que debería adoptar para que yo pueda entrar en fase REM.
Alguna vez he estado a punto de ponerme el chándal y salir a correr, sin importarme que sean las dos de la mañana, pero luego he desechado la idea porque me asusta lo que la noche pueda albergar un domingo.
La tele no es una opción, y nunca podré concentrarme en un libro a esas horas. ¿Solución? La única que he encontrado es vaciar la basura mental que alberga mi sistema límbico.
Es algo desesperante porque, cuanto menos duermo, más pienso. Cuanto más pienso, más escribo. Cuanto más escribo, más lees. Y, cuanto más leas, una idea menos objetiva podrás hacerte sobre mí.
Dame un lenguaje sin palabras para abrigarme, que tengo frío.
Dame besos y caricias olorosas y descalzas.
Dame un mundo sin palabras, que yo respire porque me ahogo,
dame besos y caricias sinceras o mercenarias...
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