Cuando era niña tuve varios peces. No todos juntos, uno cada vez. Pero todos ellos siempre tuvieron un par de cosas en común: eran naranjas y se llamaban Lucas.
La pecera tan sólo la cambiamos una vez, entre Lucas II y Lucas III, cuando estalló en pedazos contra el suelo, pero siempre fue redonda.
Solía tenerlos en mi habitación, encima de un tocadiscos roto. Podía pasarme horas muertas viéndolos dar vueltas mientras escuchaba a los Beatles o a Mecano. Por aquel entonces, yo envidiaba, en cierta manera, a esos peces porque se pasaban el día metidos en el agua.
Sin embargo, cuando cumplí siete u ocho años comencé a sentir cierta ansiedad cuando los veía cabecear contra las paredes transparentes de la pecera o boquear cuando acercaba un dedo al agua. Fue entonces cuando decidí sacarlos un ratito del agua cada tarde.
Entre cojugaciones verbales y tablas de multiplicar me acercaba hasta el pequeño y limitado recipiente, metía la mano y cogía al indefenso pez. Luego, lo llevaba hasta el escritorio y lo dejaba sobre algún papel. Al principio, movía su cuerpo espasmódicamente pero, a medida que pasaban los segundos, parecía darse por vencido. Comprobaba que aquella idea no era mucho mejor que la de seguir mirándolos estamparse contra las paredes de la pecera y volvía a meterlos en el agua. La mayoría de las veces quedaba alguna escama pegada en el papel y, con el paso de los días, Lucas (I, II, III o IV, quién sabe cuál) empezaba a nadar con una sola aleta. He de admitir que verlo remar de esa manera era verdaderamente patético. Me apenaba enormemente porque sabía que aquello era un signo claro de que la parca vendría pronto a visitarle.
No siempre fui yo la que encontró los cadáveres de los sucesivos Lucas. Pero también es cierto que mi madre nunca trató de endulzar la situación. Llegaba del colegio y me decía: "El pez se ha muerto" (en Castilla somos así de directos). Luego que si vaya caras a la hora de comer, que si no había probado el pescao. Cualquiera se comía una sardina tras recibir esa trágica noticia.
No obstante, y aunque pueda parecer que mis experimentos fueron los causantes de sus muertes anticipadas, cada pez duraba un año. No importaba las judiadas que pudiera hacerles.
Todo esto lo cuento porque ahora detesto ver a los peces en las peceras. Que puede parecer una tontería contar todo esto para decir que prefiero los peces en el río o en el mar, pero es que aquí escribo lo que me apetece.
No viene muy a cuento pero que más da! http://www.youtube.com/watch?v=aPj-VCzi_G4
ResponderEliminarJajaj curiosa manera de decirlo. Y seguro que el reino ictícola se alegra de que hayas crecido ;)
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