martes, 27 de septiembre de 2011

Como otro cualquiera

Caminaba sin zapatos. Algunos le miraban con lástima, pero esquivar los cristales siempre le había resultado más divertido que pisarlos teniendo la seguridad de que no se le iban a clavar en la planta de los pies.
Perseguía sueños, coloreaban sus mejillas de un rojo y frío diciembre. Corría tras ellos descalzo y contento, confiando en su capacidad para cazarlos. Un día atrapó uno y se deshizo en sus manos. Comprendió, así, que los sueños que antes se cumplen son los que se pierden primero.

Bailaba con las sombras, a veces conocidas, otras anónimas transeúntes de aceras y hierba, de aguas y arena. Nunca se atrevió a decirle a nadie que las que más le gustaban eran las que llevaban flores en el pelo y dejaban mecer su melena al viento.

Hablaba con niños y viejos, se enfadaba con la gente que intentaba regalarle chanclas, playeras o mocasines y creó una pantalla a su alrededor que no dejaba pasar las voces de los que le llamaban loco.

Dibujaba estrellas, de todos los tamaños y colores, en paredes y en papel. Poseía su brillo y no sospechaba ser una de ellas, pero todos lo sabían, lo que generó decenas de envidias tumorales, la felicidad ajena es algo que a pocos logra contentar y aún a menos consigue contagiar.

No tenía dinero, se había gastado hasta la última moneda viviendo de nube en nube, y todo lo que llegó a robar fueron helados de pistacho.
Adoraba disfrazarse, algunos días de infeliz, otros de cobarde, a veces de persona normal. Con poco atavío pero con mucha expresión. Tenía una boina que se colocaba del revés cuando quería burlarse de los muertos de oficina, unas gafas con medio cristal y un collar de caracolas. Tenía tu edad o la mía, pero otras rutinas.

 Siempre sonreía. (...)

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