El pañuelo no esconde su entereza, se lo ata en la cabeza para que no dejar escapar las buenas ideas. La falta de expresión en su mirada la suple con el doble de sonrisas que tú puedas esbozar en una sola tarde. De los abrazos me encargo yo, para demostrar ya vive ella. Para darle una patada en el culo al destino y saltar el muro que ese cabrón quiso colocar entre ella y la felicidad, se entrena cada día. Baja a dar unas cuantas vueltas corriendo a ese parque de arena que tan feo nos parece a él y a mí. Pero sube contenta y, entonces, ese parque ya no nos resulta tan vulgar.
Me ha enseñado que vivir no debe ser, en ningún caso, un proceso automático; que la energía no se termina con una mala noticia, que subir una montaña puede producir la misma sensación de felicidad que un buen orgasmo, que los mejores momentos no nos los marca el resto, los fabricamos nosotros, que dar suele saber mucho mejor que recibir y que la vida no siempre es justa con las personas buenas.
:)
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