lunes, 15 de febrero de 2010

(28/8/08)

Cuando no nos queda nada en que creer, comenzamos a esperar lo inesperado, aferrándonos a ese iluso y mentiroso sentimiento llamado esperanza.


Lo que no tenemos en cuenta en esos momentos es que, más allá de la esperanza que día a día nos mantiene con vida tirando de nuestros sueños, se esconden el desencanto, el desencuentro y el desacato de las palabras mudas, los teléfonos sin contestador y las promesas incumplidas (o cumplidas a destiempo).


Así pasan días, semanas, meses, e incluso años y llega el día en que, cansados de esperar lo inesperado, la esperanza se desvanece dejándonos la huella nostálgica de todos los sentimientos que escondía tras de sí.

La esperanza es lo último que se pierde”- hemos oído decir centenares de veces. Pero, ¿alguien nos ha contado lo que queda cuando ésta se esfuma? No. Y quizás sea el problema de los sueños rotos en días muertos. Nada. No queda nada. El vacío más doloroso y absoluto.


Y si bien es cierto que quien nada tiene, nada puede perder, quizás también lo sea el hecho de que, si no lo tiene, es porque no ha sabido buscar, encontrar, o lo que es peor, retener lo que un día tuvo.

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