Una vez más, caen las miradas. Gota a gota. Nerviosas, confusas, pero ilusas. Sin pausa, pero sin prisa. Arrastran los segundos, aniquilan los minutos, fulminan una por una cada hora del día.
Caen, y el vaso comienza a llenarse.
Matan las miradas, de la misma manera que el frío al calor, el odio al amor y la luna al sol.
Negras, inquietantes, penetrantes.
Intenta dormir. No puede verlas, pero las oye caer. Gota a gota. Clic, sus ojos. Clic, sus manos. Clic, sus labios. Clic, su cuerpo. ¿La obsesión supera al deseo, o el deseo a la obsesión? No logra distinguir.
El vaso a la mitad.
Cruces, miradas. No conoce la voz. No quiere conocerla. Ya hablan los ojos, arrolladores, como trenes.
Ruuuum, léeme los ojos. Ruuuum, venga, acércate. Sí, a ti te estoy hablando.
Da un par de pasos, pero algo le frena. Intenta avanzar. No puede moverse. De pronto, recuerda alguna de las pesadillas infantiles en las que no podía correr mientras un lince intentaba morderle los talones.
Se traga las ganas.
Tiene que haber una salida, alguna opción de aproximarse. Si esos ojos hablan, quizás los suyos también puedan hacerlo. Si cada gota es una súplica quizás sea porque él ha escuchado las suyas antes. ¡Qué estupidez! No debe creerse su propia mentira. Y, mientras decide darse la vuelta y evitarse un mal trago, no se da cuenta de que la figura está cada vez más cerca de ella.
El vaso está lleno.
Clic, sus ojos.
Clic, sus manos.
Clic, sus labios.
Clic, sus cuerpos.
Clic, el deseo hecho carne.
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