Que las cosas no sucedan siempre como nosotros quisiéramos que sucedieran, no quiere decir que hayan salido mal.
Hace ya tiempo que dejé de creer en el destino (si es que alguna vez creí en él). Pero si hay algo que he aprendido durante estos últimos años es que, tarde o temprano, todos terminamos recibiendo lo que hemos dado, y dando lo que hemos recibido. Algunos lo asocian al llamado “karma”. Yo no sé cómo llamarlo, pero se que ocurre.
Con esto no intento decir que cada uno recibe lo que merece. No. Cada uno recibe lo que recibe. Unas veces nos gusta, otras no. No obstante, subrayo que el segundo caso no tiene por qué ser del todo desfavorable.
Todo tiene una cara y una cruz. Y, si en cierto momento no podemos tener el control sobre todo lo que ocurre a nuestro alrededor, siempre podremos elegir el lado de la moneda desde el que ver las cosas.
Muchos eligen cruz. Porque, claro está, resulta mucho más fácil no esforzarse en buscar la ventaja, por ínfima que sea, a lo que tanto nos comprime el pecho, el hambre o el sueño, y preferimos cargar con el peso de nuestros propios y tan subjetivos pensamientos ¿verdad? Hablo de “nosotros” porque he pasado demasiado tiempo en el grupo de la comodidad, la cobardía y el desasosiego. En el grupo de la cruz.
Pero siempre me fascinaron los que eligieron cara. Los que aprendieron de los errores. Los que arriesgaron y perdieron, pero supieron que con ello habían ganado. No, no se engañaban. Habían ganado.
Por eso ha girado la moneda. Esta tarde la he tirado al aire, y ha salido cara. ¿Destino o casualidad? No me importa. Y aunque resulte más difícil, ya es hora de empezar a sentirse bien.
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