jueves, 26 de agosto de 2010

El ataque del perro asesino.

Como ya he comentado en varias ocasiones, este es mi blog y en él escribo lo que quiero. Los demás ya tenéis la opción de leerlo o no. A quien no le guste, que no entre. Esto que voy a contar es un rollo patatero que a nadie va a interesarle. Pero como no quiero que se me olvide aquello del todo, me lo apunto (y punto).
Después de este pequeño inciso, paso a relatar, como buenamente pueda, el día del ataque del perro asesino.

Creo recordar que fue un martes. De lo que estoy segura es de que fue en noviembre, hacía un frío de narices y tenía un hambre de leona.
Como cada maldita tarde, volvía de la biblioteca pública palentina hacia mi casa, con más datos en la cabeza de los que llevaba al ir. Por aquellos días casi todo era horrible. Lidiaba entre los inicios de las visitas a Ruth y mi constante actividad cerebral negativa, y resultaba bastante difícil concentrarse en algo. Pero he de admitir que el estudio me mantenía entretenida. Era una rutina que, en cierta manera, me protegía. Recuerdo que aquel día había molado más que los demás. Estefanía y yo habíamos tomado la decisión de mandarle una nota al moreno que cada tarde se nos ponía en frente y nos animaba la sonrisa. Lo haríamos al día siguiente sin falta (pero esa es una historia que contaré en otra ocasión).

Serían las 19.30 de la tarde cuando ocurrió. Caminaba con mi mochilita de flores a la espalda, la música tronando en mis oídos y unos libros entre los brazos. Creo recordar que eran de Luis García Montero y Ángel González.
Sólo quedaban cincuenta metros para llegar a casa, sentir calor y comer lo primero que pillara.
De pronto, allí estaba el perro que ya había vísto otras veces. Negro, enorme...Precioso, no voy a negarlo. Empecé a pensar que era realmente bello y me dio pena la idea de que una bestia de ese calibre tuviera que vivir en un piso. Un dogo alemán necesita su espacio. Me hizo gracia verle comer hojas de un árbol y la idea de que le fuera más sencillo eso que agacharse a olisquear el césped del jardín que me encontraba bordeando. Hasta ahí, la tranquilidad seguía reinando, por fin, en mi día. Me encantan esos ratos de caminata solitaria por la ciudad al ritmo de la música.

La expresión de mi rostro cambió por completo cuando vi que aquel caballo empezaba a galopar hacia mi. Estaba suelto, claro. Y yo paralizada. En milésimas de segundo tuve que tomar una decisión entre quedarme quieta y dejar que me amochara o echar a correr e intentar esconderme antes de que me alcanzara. Así que corrí. Muerta de miedo corrí todo lo que pude. Pero tan sólo me dio tiempo a cruzar la carretera. Ya era tarde, saltó sobre mi, y mi cara fue a aterrizar contra la acera. El bicho no se me quitaba de encima. Yo gritaba, mientras protegía mi cabeza con los brazos, pidiéndole al jodido dueño que se lo llevara. Pensé que si me mordía, moriría ahí mismo. También pensé que no había sido tan mala para que tanta mierda me estuviera cayendo junta.

Por fin logramos que la bestia parase, y el simpático dueño, antes de echar patas, preguntó si podía levantarme. Mi frente estaba adquiriendo unas dimensiones bastante desproporcionadas a mi cara, el bulto no me cabía en la mano y yo me sentía algo mareada así que le respondí que no. Cuando conseguí levantarme y el chico vio mi cara, preguntó si vivía cerca. Juro que le pedí que me acompañara, pero se marchó. Agarrándome dónde podía, llegué hasta mi portal y llamé a mi padre por teléfono. En parte porque tuve que tumbarme en el suelo porque estaba a punto de desmayarme, y en parte por no tener que atender a mi madre al borde de un ataque de nervios.
"Baja hielo, me ha pasado algo un poco extraño"- le dije. Él, muy poco pícaro preguntó "¿qué ha pasado?". Error. Mi madre lo escuchó y empezó a ponerse nerviosa (de más está decir que no puede ver ni una gota de sangre, y menos si es mía).

Ante tal jaleo, colgué, me arrastré hasta el ascensor y subí a casa. Hielo en la cabeza, angustia familiar, piernas hacia arriba y demás parafernalia.
Lo demás se resume en médico, comisaría, policía interrogándome en casa al día siguiente, quince días de ojo morado, cuatro con el brazo inmovilizado, juzgado, indemnización y el dueño diciéndole a Juanpe que lo siente mucho...FIN.

1 comentario:

  1. Interesa, cómo lo cuentas, interesa ;)
    Ayy pero qué miedo! has vuelto a ver al perro? a otra vez no corras, no te lo decían de pequeña? xD

    Y... ya contarás la historia del moreno, no? ;P

    ResponderEliminar