martes, 31 de agosto de 2010

Cuando un dedo apunta al cielo...

No importa las veces que ocurra. Tú seguirás agachando la cabeza cuando sepas que tienes que despedirte. Es la opinión que guardas de mi. Es tu forma de decir las cosas. Cerrar la boca.
Gracias a personas como tú he aprendido a diferenciar la ridiculez del llevar la cabeza todo lo alta que la vida me permite. No obstante, tienes algo de lo que estar orgulloso. El ridículo es tuyo.

Seguirás leyendo y callando. Seguirás huyendo de tus pensamientos. Pero me verás en los rincones, me oirás en la risa de la gente, en las llamadas a la puerta. Y abrirás, pero no seré yo quién esté al otro lado. Y, en ese momento, recordarás estas palabras. Y, por un momento te sentirás bien por haber dejado estos cincuenta kilos a un lado, pero por otra sabrás que lo has hecho mal. Y todo eso me hace sentir bien.

sábado, 28 de agosto de 2010

Paranoia de una noche de verano

¿Qué hacer? Saltar de un séptimo al mar, cruzar los brazos y sentarse a esperar a que me esperes, a que decidas quererme y a que sepas decirlo. O ser cobarde y lanzarme, fuyendo, sin pensar, efímeramente, al vacío, sabiendo que caeré en picado.
El problema es que me frenas sin conocer el riesgo que conlleva contener cada uno de los impulsos que mueven el mundo en el que vivo.

Y aunque la nada esté en el todo y el todo no nos lleve a nada, yo busco como loca cada uno de tus huesos por mis rincones. Sin embargo, todas estas esquinas están llenas de transeuntes que siguen mi camino.

¿Miedo? Miedo a perder el miedo al miedo. Nada puede pararme; escúchame gritarlo por las calles y en los andenes que he dejado atrás, tan llenos de recuerdos envasados al vacío.

jueves, 26 de agosto de 2010

El ataque del perro asesino.

Como ya he comentado en varias ocasiones, este es mi blog y en él escribo lo que quiero. Los demás ya tenéis la opción de leerlo o no. A quien no le guste, que no entre. Esto que voy a contar es un rollo patatero que a nadie va a interesarle. Pero como no quiero que se me olvide aquello del todo, me lo apunto (y punto).
Después de este pequeño inciso, paso a relatar, como buenamente pueda, el día del ataque del perro asesino.

Creo recordar que fue un martes. De lo que estoy segura es de que fue en noviembre, hacía un frío de narices y tenía un hambre de leona.
Como cada maldita tarde, volvía de la biblioteca pública palentina hacia mi casa, con más datos en la cabeza de los que llevaba al ir. Por aquellos días casi todo era horrible. Lidiaba entre los inicios de las visitas a Ruth y mi constante actividad cerebral negativa, y resultaba bastante difícil concentrarse en algo. Pero he de admitir que el estudio me mantenía entretenida. Era una rutina que, en cierta manera, me protegía. Recuerdo que aquel día había molado más que los demás. Estefanía y yo habíamos tomado la decisión de mandarle una nota al moreno que cada tarde se nos ponía en frente y nos animaba la sonrisa. Lo haríamos al día siguiente sin falta (pero esa es una historia que contaré en otra ocasión).

Serían las 19.30 de la tarde cuando ocurrió. Caminaba con mi mochilita de flores a la espalda, la música tronando en mis oídos y unos libros entre los brazos. Creo recordar que eran de Luis García Montero y Ángel González.
Sólo quedaban cincuenta metros para llegar a casa, sentir calor y comer lo primero que pillara.
De pronto, allí estaba el perro que ya había vísto otras veces. Negro, enorme...Precioso, no voy a negarlo. Empecé a pensar que era realmente bello y me dio pena la idea de que una bestia de ese calibre tuviera que vivir en un piso. Un dogo alemán necesita su espacio. Me hizo gracia verle comer hojas de un árbol y la idea de que le fuera más sencillo eso que agacharse a olisquear el césped del jardín que me encontraba bordeando. Hasta ahí, la tranquilidad seguía reinando, por fin, en mi día. Me encantan esos ratos de caminata solitaria por la ciudad al ritmo de la música.

La expresión de mi rostro cambió por completo cuando vi que aquel caballo empezaba a galopar hacia mi. Estaba suelto, claro. Y yo paralizada. En milésimas de segundo tuve que tomar una decisión entre quedarme quieta y dejar que me amochara o echar a correr e intentar esconderme antes de que me alcanzara. Así que corrí. Muerta de miedo corrí todo lo que pude. Pero tan sólo me dio tiempo a cruzar la carretera. Ya era tarde, saltó sobre mi, y mi cara fue a aterrizar contra la acera. El bicho no se me quitaba de encima. Yo gritaba, mientras protegía mi cabeza con los brazos, pidiéndole al jodido dueño que se lo llevara. Pensé que si me mordía, moriría ahí mismo. También pensé que no había sido tan mala para que tanta mierda me estuviera cayendo junta.

Por fin logramos que la bestia parase, y el simpático dueño, antes de echar patas, preguntó si podía levantarme. Mi frente estaba adquiriendo unas dimensiones bastante desproporcionadas a mi cara, el bulto no me cabía en la mano y yo me sentía algo mareada así que le respondí que no. Cuando conseguí levantarme y el chico vio mi cara, preguntó si vivía cerca. Juro que le pedí que me acompañara, pero se marchó. Agarrándome dónde podía, llegué hasta mi portal y llamé a mi padre por teléfono. En parte porque tuve que tumbarme en el suelo porque estaba a punto de desmayarme, y en parte por no tener que atender a mi madre al borde de un ataque de nervios.
"Baja hielo, me ha pasado algo un poco extraño"- le dije. Él, muy poco pícaro preguntó "¿qué ha pasado?". Error. Mi madre lo escuchó y empezó a ponerse nerviosa (de más está decir que no puede ver ni una gota de sangre, y menos si es mía).

Ante tal jaleo, colgué, me arrastré hasta el ascensor y subí a casa. Hielo en la cabeza, angustia familiar, piernas hacia arriba y demás parafernalia.
Lo demás se resume en médico, comisaría, policía interrogándome en casa al día siguiente, quince días de ojo morado, cuatro con el brazo inmovilizado, juzgado, indemnización y el dueño diciéndole a Juanpe que lo siente mucho...FIN.

martes, 24 de agosto de 2010

La última pieza del puzzle.

Echar de menos jamás había dolido tanto. El consuelo de un reencuentro intenta anestesiar la ansiedad que pellizca mi alma, las horas vacías de besos, las noches tan llenas de sueños.
Miramos la luna, cada uno en su ventana, por eso de que nos alumbra la misma luz. Pero no consigo ver sus ojos reflejados en ella. No distingo ese verde tan marrón en su blancura.

Y, de manera inconsciente, me dedico a disparar palabras que quiebran su esperanza y desgastan, aún más, mi autoconfianza. No quiero romperle, sólo intento avisarle de que soy como una bomba de relojería. Nunca se cuando voy a explotar y esparcir mi metralla, pero lo que sí que conozco es la certeza que contradice esa tradición personal. Y es que cada vez está más cerca de cortar el cable adecuado para frenar de una vez por todas esta oleada de pensamientos que se suceden cual segundero de un reloj.

La espera es de valientes, y a veces me siento muy cobarde. Pero luego escucho su voz y me hago muy fuerte. Recarga mi energía pensar que volveremos a abrazarnos, a pintar las noches de sentimientos encontrados.

Cuando una prefiere no dormir porque la realidad es mejor que los sueños y mirar su cara es el mejor pasatiempo con el que rellenar las horas, empieza a pensar que quizás el puzzle está terminado.

martes, 17 de agosto de 2010

Lo difícil

Lo difícil es escribir desde la felicidad, donde las horas pasan deprisa y la risa es la única opción. Es complicado dibujar con palabras una sensación como esa, tan libre, fugaz, altiva y sagaz.
Escribir desde la paz interior puede resultar divertido si uno sabe qué contar y, sobre todo, si el otro logra percibir la sonrisa en los ojos del primero, la ilusión en vena, el placer de compartir ese momento.

Es complicado que el resto no sienta celos del eufórico, que no deseen sentir esa adrenalina en sangre, que no devoren las horas esperando lo inesperado. Para poder contarlo más tarde (o para intentar hacerlo).

Lo difícil es no caer en la tentación cuando la manzana es tan roja. No morderla sería el pecado. Porque el que pierde un tren y coge el siguiente, llega tarde. Y porque las cosas bien hechas son las que más huella dejan.
Tu mordíste la manzana podrida, y subíste en un tren con retraso. No te molestes en bajar, en tu boca hay un gusano y ya no espero en ese anden.

domingo, 15 de agosto de 2010

CAPAZ

Porque de cobardes ya está el mundo lleno. Porque de imposibles viven todos ellos. Y para mi un imposible está demasiado lejos de la realidad.

Capaz de avanzar, tropezar, retroceder y volver a empezar.
Capaz de reír entre lágrimas y de llorar de la risa. De amar, de odiar, y no decir la verdad.
Capaz de agarrarte con fuerza, sacarte del pozo y volverte a tirar. De tener la certeza de que no volveremos a hablar, ni a pasear, ni a bailar, ni... a gritar.

Capaz de enamorarme. Sí, soy capaz de volverme a enamorar. Sin coraza, con herida abierta no sangrante, con el fuego por dentro y el frío por fuera.

De verte y no mirar. De recordarte si no estás. De olvidarme de olvidar cada paso que no dimos, cada beso inmerecido, cada banco desgastado por dos cuerpos imperecederos, ajenos al tiempo y a un invierno muy largo.

Capaz de conservar una amistad tan fácil, generosa y llena de gracia. Con saltos y sonrisas, con guitarras y canciones, con consejos y cabreos. Sí, con cabreos también. Porque ahí reside la esencia de esta autenticidad.

Capaz de saber que la vida es un juego en el que nos toca batallar para terminar todos en el mismo lugar.

Soy capaz de eso y de mucho más.
Que tengo miedo a ganar, pero soy capaz de perder.
Y puede que si te gano me pierda, pero ambos sabemos que si te pierdo no gano, que si me ganas no pierdes, que nos toca tirar para volver a empezar.



;)

Los puentes de Madison

-No quiero necesitarte.
-¿Por qué?
-Porque no puedo tenerte.



Está claro, Clint siempre lo consigue...

lunes, 9 de agosto de 2010


Al final no es tan difícil ni tan tremendo coger un tren e improvisar. Soy de aquellas que piensan que los mejores planes son los que no se hacen, aunque no siempre predique con el ejemlpo.
El mar se lleva el lastre que pueda arrastrar y me siento mejor. Sonreímos, y sentimos cómo el sol nos seca la piel.

Yendo juntas nada normal podía pasar. Y es que no todos los días una tiene la oportunidad de hablar con Quique González por teléfono, ni de sentarse en la máquina de un tren, ni de compartir taxi con un iraní residente en Bilbao, ni de secarse el pelo con un ventilador, ni de pasar bastante miedo al entrar al portal de lo que parece ser un burdel en el que vas a alojarte. Pero tampoco de conocer a gente tan genial como la que hemos conocido porque, de pronto, recuerdas que tienes una amiga allí, la llamas y al día siguiente nos encontramos rodeadas de gente que no conocemos en un chalet de película americana cenando, riendo y olvidando una realidad de la que se pretendía escapar. Lo hemos conseguido, volvemos con más ganas que nunca de comernos el mundo para no perder la muchedad.

Tendremos que volver. Para (re)encontrarnos.
Gracias a Isa, una vez más, por poner un poco de locura en mi vida. Y al resto por haberse portado tan bien con estas dos indomables palentinas.

martes, 3 de agosto de 2010

Sangre y sudor

Dos años después, con la misma clase de nervios, vuelvo a mirar sus ojos verdes.
Los mismos que un verano recorrieron medio país para reflejarse en los míos. Aquellos de los que no supe enamorarme.

Casi todo ha cambiado desde entonces, pero lo imprescindible sigue intacto. El mismo coche con las luces de emergencia encendidas, el mismo sol alumbrándonos la piel, las mismas sonrisas esquivas. Los mismos recuerdos compartidos. Nada más allá de lo puramente cotidiano. Una mañana de monte, calor y una tarde de café. Pisto, fotos y ciervos. Una fiesta, una pensión de estudiante, frío, un par de regalos y un ebrio viaje a Palencia.

Dos años. A veces me parece menos. Otras mucho más.

Pero ya da igual. A pesar de que hay veces que el tiempo se rinde para dejarnos disfrutar del momento y hacer las cosas bien, otras decide correr más rápido que nosotros,adelantarse a nuestra voluntad y quitarnos la ocasión de reparar los daños a terceros.
Le habría querido, aunque no creo que hubiese sabido demostrarlo. Nunca se me ha dado bien hacerlo. Pero, puestos a sincerarnos, de alguna forma que no acierto ni me atrevo a definir, creo que siempre le he querido. Pero eso él no lo sabe, ni lo va a saber. Porque soy algo cobarde y porque es posible que, si cruzamos esta puerta, se cierre y no podamos volver a abrirla. No hay picaporte por fuera de esta realidad.
Es la pescadilla que se muerde el lomo por no querer llegar a la cola. Es el miedo a cerrar un círculo que nunca se cerró.

Tras largas horas de meditación ininterrumpida pienso que puede que sea mejor dejarlo así. Abierto. Que entre el viento a secarnos el pelo y a refrescar un poco este infierno de ideas. Que, si se sella, los restos de sueños rotos lograrán rasgarnos la piel.
Y ya se sabe que nunca fue bueno mezclar sangre y sudor.