miércoles, 8 de diciembre de 2010

El corazón tardío

Hay tardes en que llega, alborotador, el ser que amamos. Y se precipita sobre nosotros. Y nos estrecha hasta casi estrangularnos. Y nosotros nos sentimos morir de alegría. Y preguntamos al sol por qué no se queda en vista de lo que ocurre. Y ponemos la radio muy alta para que no se oiga el latido de nuestro corazón. Sólo momentos después comprendemos que la causa de todo nada tiene que ver con nosotros. E, incluso, a veces, que nos perjudica. El amado es capaz de abrazar a quien le ama porque, al ir a su encuentro, ha tenido un vulgar éxito callejero o una señora en el metro le ha hecho una señal de entendimiento.

"Son los amos".Tenía ganas de sentarse en la acera y ponerse a llorar. Como cuando a uno se le olvidaron las llaves de su casa y permanece durante media hora o una hora sin que nadie aparezca, ningún vecino, nadie, y está uno allí, a la puerta, deseando como nunca la cama y la tranquilidad del libro conocido y la luz conocida. Y está uno cerca, pero no puede llegar, y recuerda dónde están los interuptores y el hueco que se forma en la almohada después de haber dormido y la leve mancha de humedad del techo y cómo dejó sobre la mesa el paquete de cigarrillos empezado. Y no puede llegar a todo eso, de lo que sólo una puerta lo separa. Pero no se tiene la llave. Se ha olvidado la llave. O se ha perdido la llave. Y es preciso que otro venga a abrirnos. Y no viene. Y le anhelamos esperando contra casi toda esperanza, en medio de la noche tan grande. Y no viene. Y quizá no venga nunca. Y tendremos que esperar que alguien salga, con el alba, si es que no se han muerto todos. Y deseamos que un vecino enferme, de repente, y haya de proporcionársele un médico o un sacerdote. Y deseamos que una terrible alarma despierte a todos: un robo, un incendio, la declaración violenta de una guerra.

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