jueves, 9 de diciembre de 2010

La lluvia no vuelve hacia arriba

Así es como el tiempo fue pasando. Silenciosamente, los días empezaron a contar semanas; y las semanas, meses. Hasta que los meses cumplieron un año.
Y así fue como, sin darme cuenta, dejé de escribir sobre él y él empezó a escribir a otra.

Dicen que los golpes más difíciles de encajar son los que más rápido suceden. Yo no estoy segura de que aquel golpe fuera seco o fugaz, pero tampoco estoy segura de haber vivido aquellos meses. A penas los recuerdo. Sólo se que pasé el tiempo probando otras bocas, otros cuerpos, otros gestos y palabras que, objetivamente, le superaban. Pero la objetividad no es cualidad del enamorado. Y ya era tarde. El ratón se había comido al gato.
Pasó algún tiempo más y ya nadie hablaba de merecedores ni merecidos. Dejamos de hablar de ello. Dejamos de hablar.

Antes escribía mejor. O, al menos, eso creo. Quizás sea porque antes, las cosas que dolían, dolían con ganas. Ahora duelen como sin sorpresa. Es algo más sordo pero más incómodo, una especie de china en el zapato que no te deja caminar del todo a gusto.
En aquellos tiempos conservaba la inocencia necesaria para mantener encencida la llama de la esperanza. Me llamaba, subía a su casa, nos dábamos un revolcón y todo se arreglaba. Hasta que dejó de pasar. No volvió a llamar, ni volví a subir, ni nos volvimos a revolcar, ni, mucho menos, algo se arregló.
Después de eso, hubo un tiempo en que trataba de sorprenderle. Me volví algo excéntrica. Ya no se si porque así debía de ser, o porque quería llamar su atención. Nunca lo conseguí.

Eran los tiempos en los que habría dado todo por alguien que nunca me quiso. Tiempos en los que sobraban las ganas de soñar.
Ahora quedan pocos sueños y escribo peor. Quiero pensar que es eso. Es más sencillo.

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